domingo, 4 de mayo de 2008

Homenaje a Kounellis


Cables de acero entorchado se extienden desde diferentes puntos del infinito, a la velocidad de la luz, con rumbo fijo.

El piso era de madera vieja, cada paso crujía y el eco sonaba en todo el recinto, obligándonos a guardar un silencio solemne. Al centro, tres cruces formidables, cuyas vigas eran de acero, habían caído hace incontables años, abandonadas por un Cristo y dos ladrones gigantescos. Nosotros caminábamos por los cubículos que las rodeaban, mirando trozos de cristal o rollos de ropa vieja, prensados entre vigas de acero montadas en caballetes también de acero, jaulas de ave aún sin ocupar, almacenadas en una vitrina, polvo de café, con aroma a café, que caía de un péndulo movido por el viento. Al fondo, un tronco enorme y desprovisto de corteza, colgaba de una cadena sujeta al techo, a unos centímetros de su base, una mesa de madera petrificada esperaba eternamente la conclusión del rito. De pie frente a la mesa, observando el tronco que pendía como un cuerpo amputado, comprendí que aquello era un altar, y en ese momento, los cables de acero entorchado me atravesaron en diagonal, de lado a lado, de arriba abajo y continuaron sus caminos desde diferentes puntos del infinito, a la velocidad de la luz, con rumbo fijo.