Cuando
era niño, tuve un compañero cuyo papá era alcohólico rehabilitado. En las fiestas de cumpleaños su mamá probaba
el pastel, y si sentía el más mínimo trazo de licor, le decía a su
esposo, “tú no puedes comer pastel”.
Si
yo le dijera a mi familia y amigos que soy alcohólico, de perdida
los alarmaría. Tratarían de ayudarme, algunos quizá, hasta
evitarían ingerir bebidas alcohólicas frente a mí, y estoy seguro
que ninguno de ellos se atrevería a decirme, por ejemplo, que tomara
vino a la hora de la comida, porque el vino es muy bueno para la
salud. Lo es, pero no para un alcohólico.
No
soy alcohólico, soy adicto al azúcar. Cuando hago esta confesión a
mi familia y amigos obtengo toda clase de respuestas; desde “qué
mala onda, con lo ricos que son los dulces”, como si se tratara de
intolerancia a la lactosa y la consecuente privación de las delicias
que nos ofrecen los lácteos; hasta risa, a veces de incredulidad, y
a veces de verdadera diversión, como si les hubiera contado un
chiste.
Y
un buen día, o mal día, como muchos otros, noto los estragos que mi
manera de comer azúcar está provocando en mi salud, y decido, como
muchas otras veces, dejar el azúcar.
Me
levanto y desayuno una sincronizada, nada de pan dulce, pastelitos,
etc. Y comienzo mi día.
Confieso
mi adicción, como muchas otras veces, cosa que debe hacer todo
adicto como parte de su rehabilitación, y como muchas otras veces
anuncio mis intenciones de dejar el azúcar. Recibo todo tipo de
respuestas: muy bien; tú puedes; yo lo hice y me ha ido muy bien; yo
me uno a ti, desde hoy, cero azúcar; yo lo intenté, y no pude; pues
mucha suerte; ¿otra vez?; ni le hagas al Kali-mán; lo que te hace
daño son otras cosas, no el azúcar; dejar el azúcar te va a hacer
daño... etcétera. Y yo, con mi batalla mental, reprimiendo el
impulso imperioso de ir a comprarme alguna golosina; sin poder pensar
en otra cosa que en chocorroles, galletas, pan dulce, bueno, aunque
fuera una méndiga paleta de caramelo, y esforzándome por reprimir
todo aquello. No podía ni trabajar. Al medio día ya me sudaban las manos, luego dolor de cabeza, a media tarde hasta
temblores y escalofríos me daban de repente.
En
la noche, ya en mi casa, como me porté muy bien, me ofrecen un poco de
“deliciosa nieve de cereza, artesanal, casi ni tiene azúcar”, y
yo, con mi fuerza de voluntad totalmente vapuleada, devoro la nieve
con avidez, y hasta repito porción.
Al
día siguiente, estoy desayunando café y pan dulce.