miércoles, 13 de abril de 2016

Café y pan dulce





Cuando era niño, tuve un compañero cuyo papá era alcohólico rehabilitado. En las fiestas de cumpleaños su mamá probaba el pastel, y si sentía el más mínimo trazo de licor, le decía a su esposo, “tú no puedes comer pastel”.

Si yo le dijera a mi familia y amigos que soy alcohólico, de perdida los alarmaría. Tratarían de ayudarme, algunos quizá, hasta evitarían ingerir bebidas alcohólicas frente a mí, y estoy seguro que ninguno de ellos se atrevería a decirme, por ejemplo, que tomara vino a la hora de la comida, porque el vino es muy bueno para la salud. Lo es, pero no para un alcohólico.

No soy alcohólico, soy adicto al azúcar. Cuando hago esta confesión a mi familia y amigos obtengo toda clase de respuestas; desde “qué mala onda, con lo ricos que son los dulces”, como si se tratara de intolerancia a la lactosa y la consecuente privación de las delicias que nos ofrecen los lácteos; hasta risa, a veces de incredulidad, y a veces de verdadera diversión, como si les hubiera contado un chiste.

Y un buen día, o mal día, como muchos otros, noto los estragos que mi manera de comer azúcar está provocando en mi salud, y decido, como muchas otras veces, dejar el azúcar.

Me levanto y desayuno una sincronizada, nada de pan dulce, pastelitos, etc. Y comienzo mi día.

Confieso mi adicción, como muchas otras veces, cosa que debe hacer todo adicto como parte de su rehabilitación, y como muchas otras veces anuncio mis intenciones de dejar el azúcar. Recibo todo tipo de respuestas: muy bien; tú puedes; yo lo hice y me ha ido muy bien; yo me uno a ti, desde hoy, cero azúcar; yo lo intenté, y no pude; pues mucha suerte; ¿otra vez?; ni le hagas al Kali-mán; lo que te hace daño son otras cosas, no el azúcar; dejar el azúcar te va a hacer daño... etcétera. Y yo, con mi batalla mental, reprimiendo el impulso imperioso de ir a comprarme alguna golosina; sin poder pensar en otra cosa que en chocorroles, galletas, pan dulce, bueno, aunque fuera una méndiga paleta de caramelo, y esforzándome por reprimir todo aquello. No podía ni trabajar. Al medio día ya me sudaban las manos, luego dolor de cabeza, a media tarde hasta temblores y escalofríos me daban de repente.

En la noche, ya en mi casa, como me porté muy bien, me ofrecen un poco de “deliciosa nieve de cereza, artesanal, casi ni tiene azúcar”, y yo, con mi fuerza de voluntad totalmente vapuleada, devoro la nieve con avidez, y hasta repito porción.

Al día siguiente, estoy desayunando café y pan dulce.

2 comentarios:

  1. Pfff...no la tienes fácil, no cuentas con asesoramiento tipo AA que te ayude a entender lo que vas a pasar y cómo hacerle frente...básicamente sólo cuentas con tu fuerza de voluntad y esa a veces está entretenida en otras cosas y no te hace mucho caso (nótese que también lo digo para mi)...no hay más que tratarnos como alcohólicos...empezaré por conseguir los 12 pasos y ceñirme a mi plan de hacerte el paro...

    ResponderEliminar